GUERRA DE LAS COMUNIDADES

La guerra de las Comunidades de Castilla fue el levantamiento armado de los denominados comuneros, acaecido en la Corona de Castilla desde el año 1520 hasta 1522, es decir, a comienzos del reinado de Carlos I. Las ciudades protagonistas fueron las del interior castellano, situándose a la cabeza del alzamiento las de Toledo y Valladolid. Su carácter ha sido objeto de agitado debate historiográfico, con posturas y enfoques contradictorios. Así, algunos estudiosos califican la guerra de las Comunidades como una revuelta antiseñorial; otros, como una de las primeras revoluciones burguesas de la Era Moderna, y otra postura defiende que se trató más bien de un movimiento antifiscal y particularista, de índole medievalizante.

El levantamiento se produjo en un momento de inestabilidad política de la Corona de Castilla, que se arrastraba desde la muerte de Isabel la Católica en 1504. En octubre de 1517, el rey Carlos I llegó a Asturias proveniente de Flandes, donde se había autoproclamado rey de sus posesiones hispánicas en 1516. A las Cortes de Valladolid de 1518 llegó sin saber hablar apenas castellano y trayendo consigo un gran número de nobles y clérigos flamencos como Corte, lo que produjo recelos entre las élites sociales castellanas, que sintieron que su advenimiento les acarrearía una pérdida de poder y estatus social (la situación era inédita históricamente). Este descontento fue transmitiéndose a las capas populares y, como primera protesta pública, aparecieron pasquines en las iglesias donde podía leerse:

Las demandas fiscales, coincidentes con la salida del rey para la elección imperial en Alemania (Cortes de Santiago y La Coruña de 1520), produjeron una serie de revueltas urbanas que se coordinaron e institucionalizaron, encontrando un candidato alternativo a la corona en la «reina propietaria de Castilla», la madre de Carlos, Juana, cuya incapacidad o locura podía ser objeto de revisión, aunque la propia Juana, de hecho, no colaborara. Tras prácticamente un año de rebelión, se habían reorganizado los partidarios del emperador (particularmente la alta nobleza y los territorios periféricos castellanos, como Andalucía) y las tropas imperiales asestaron un golpe casi definitivo a las comuneras en la batalla de Villalar el 23 de abril de 1521. Allí mismo, al día siguiente, se decapitó a los líderes comuneros: Padilla, Bravo y Maldonado. El Ejército comunero quedaba descompuesto. Solamente Toledo mantuvo viva su rebeldía, hasta su rendición definitiva en febrero de 1522.

Las Comunidades han sido siempre motivo de atento estudio histórico, y su significado a veces ha sido mitificado y utilizado políticamente, en particular a partir de la visita de el Empecinado a Villalar el 23 de abril de 1821, con motivo del tercer centenario de la derrota, tal como era sentida por los liberales. Pintores como Antonio Gisbert retrataron a los comuneros en algunas de sus obras, y se firmaron documentos como el Pacto Federal Castellano, con claras referencias a las Comunidades. Los intelectuales conservadores o reaccionarios adoptaron interpretaciones mucho más favorables a la postura imperial y críticas hacia los comuneros. A partir de la segunda mitad del siglo xx se revitalizaron los estudios históricos haciendo uso de una metodología renovada.

Más recientemente, en el plano político, desde principios de la Transición, se comenzó a conmemorar la derrota cada 23 de abril, alcanzando finalmente, con la conformación de Castilla y León como autonomía, el estatus de día de la comunidad. Asimismo, su utilización como elemento simbólico está muy presente en los movimientos castellanistas y regionalistas castellanoleoneses. Ha tenido una notable difusión popular mediante el poema épico Los Comuneros, de Luis López Álvarez, musicalizado por el Nuevo Mester de Juglaría.

La situación que llevó en 1520 a la guerra de las Comunidades, se había ido gestando en los años previos a su estallido. El siglo XV, en su segunda mitad, había supuesto una etapa de profundos cambios políticos, sociales y económicos. El equilibrio alcanzado con el reinado de los Reyes Católicos se rompe al llegar el siglo XVI. Este comenzó con una serie de malas cosechas y epidemias, que junto a la presión tributaria y fiscal provocó el descontento entre la población, colocándose la situación al borde de la revuelta. La zona que más sufre en este contexto es la zona central, en contrapeso con la periférica, que apaciguaba sus males con los beneficios del comercio. Burgos y Andalucía representaban esa zona periférica y comercial respecto a la Meseta Central, con Valladolid y Toledo a la cabeza.

No solo las malas cosechas provocaron el descontento, sino que a este se unieron las protestas de los comerciantes del interior ante el monopolio ejercido por los mercaderes burgaleses en el comercio de la lana. Esta situación caldeó el ambiente en los núcleos gremiales de ciudades como Segovia y Cuenca. Ante esta situación, todas las partes implicadas se volvieron hacia el Estado para que ejerciera el papel de árbitro, pero también este se encontraba sumido en una grave crisis, que se hizo cada vez más grande con los sucesivos gobiernos de Felipe el Hermoso, Cisneros y Fernando el Católico. La teórica heredera, Juana la Loca se encontraba en estado de incapacidad, por lo que la línea dinástica llevó hasta Carlos de Habsburgo, hijo de Juana, y que nunca antes había pisado Castilla. Educado en Flandes, no conocía el castellano e ignoraba la situación de sus posesiones hispanas, por lo que la población acogió con escepticismo la llegada del nuevo rey, pero a la vez con ansia de estabilidad y continuidad, cosa de la que Castilla no disfrutaba desde la muerte de Isabel la Católica en 1504. Tras la llegada del nuevo rey a finales de 1517, su corte flamenca comenzó a ocupar los puestos de poder castellanos, siendo el nombramiento más escandaloso el de Guillermo de Croy, un joven de tan solo 20 años, como arzobispo de Toledo sucediendo al Cardenal Cisneros. Seis meses más tarde, en las Cortes de Valladolid, el descontento ya estaba presente en todos los sectores, llegando incluso algunos frailes a predicar denunciando abiertamente a la Corte, a los flamencos y la pasividad de la nobleza. En estas circunstancias, en 1519 se abrió el proceso de elección para el cargo de emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, que finalmente y por unanimidad recayó en favor de Carlos I, nieto del difunto Maximiliano. Este nombramiento fue aceptado por el monarca castellano, que decidió partir rumbo a Alemania para tomar posesión como emperador. El concejo de Toledo se situó al frente de las ciudades que protestaban contra la elección imperial, cuestionando el papel que Castilla debería desempeñar en este nuevo marco político y los gastos que acarrearía a corto plazo, dada la posibilidad de que la Corona se convirtiera en una mera dependencia imperial.

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